viernes, 11 de julio de 2014

10 de julio

Retrato del capitán Ignacio Carrera Pinto


– ¡Ríndase, hijito! ¡No tiene para qué morir!
– ¡Los chilenos no se rinden jamás!

Las palabras del subteniente Luis Cruz en los instantes finales de la Batalla de La Concepción –el 9 y 10 de julio de 1883–, según recoge el informe del coronel Del Canto, ciertamente resumen el espíritu de los 77 jóvenes soldados que lucharon hasta la muerte antes que entregarse en manos de las milicias peruanas. Cabe recordar que la fase final de la Guerra del Pacífico (1879-1884) no se caracterizó por épicos enfrentamientos como el del Campo de la Alianza ni extraordinarias gestas como la Toma del Morro de Arica; una vez capturada Lima, la capital peruana, lo que siguió fue una desgastante guerra de guerrillas en la que al Ejército chileno le cupo cumplir el ingrato papel de fuerza de ocupación, dispersándose a través de la compleja geografía de la Sierra peruana, capturando informantes y persiguiendo a un brillante táctico que rápidamente ganó aires de mito: el general Andrés Avelino Cáceres. El “Brujo de los Andes”, como se le llamó, supo utilizar las ventajas del terreno, de la colaboración indígena y de la incertidumbre de las fuerzas chilenas para vencer a estas una y otra vez, a pesar de las diferencias numéricas y de armamento. En nuestro país, mientras tanto, la guerra se consideraba ya terminada, y la verdadera magnitud de la resistencia dirigida por el general Cáceres era ya desconocida, ya simplemente acallada. Los ánimos empujaban a una negociación rápida para entregar el Perú al primer grupo de la aristocracia limeña que estuviera dispuesto a hacerse cargo de la difícil situación y repatriar a las tropas que allá permanecían.

En este contexto, el heroísmo demostrado por los jóvenes de La Concepción adquiere aún más realce. Su comandante, el capitán Ignacio Carrera Pinto –nieto del líder de la Independencia–, cuando le fue ofrecida la opción de rendirse por el jefe peruano, se negó terminantemente. Defendiendo una aldea de importancia secundaria y casi nulo valor estratégico, enfrentados a un enemigo extraordinariamente superior en número y con apenas 100 tiros por soldado para defenderse, sostuvieron combate durante veinte horas, hasta la caída del último de ellos. De algún modo, en una época de indolencia y desencanto, supieron dar lo mejor de ellos en bien de la patria; estaba allí el recuerdo de la Esmeralda, como observó el almirante Lynch en su propio informe. El capitán Carrera y sus hombres, así, se convirtieron en modelos de la juventud chilena, destacados especialmente por Jorge Inostrosa en su Adiós al Séptimo de Línea.


Este día, de enorme significado en la historia patria, fue establecido como Día Nacional de la Juventud en 1975. En 2007, se determinó reemplazarlo por una fecha convencionalmente establecida por la Organización de las Naciones Unidas, el 12 de agosto, “con lo cual nos ponemos a tono con la comunidad internacional”, según dijo la entonces Presidente. El capitán Carrera ha mantenido su lugar en el billete de mil pesos, aunque al precio de perder el quepis.

jueves, 3 de julio de 2014

3 de julio

Fusilamiento de Portales según P. Subercaseaux
La figura de don Diego Portales se cuenta entre las más discutidas de nuestra historia nacional. Su influencia es incuestionable; su legado, monumental; mas su valoración está sometida inevitablemente a las diversas concepciones existentes respecto de la importancia del orden para la sociedad política. ¿Restaurador de la república? ¿Príncipe de los privilegiados? La posibilidad de encontrar una respuesta para todos aceptable parece hundirse en los miasmas de la discusión historiográfica.

Sin embargo, en la medida en que los hechos pueden ser establecidos, solo cabe reconocer cuán extraordinaria fue su visión en el marco de las disputas pusilánimes que siguieron a la independencia de Chile. Mientras algunos buscaban imitar los modelos republicanos de otras naciones fundamentalmente diferentes a Chile y otros pretendían perpetuar la injerencia que la destreza militar les había otorgado en muy otras circunstancias, Portales se ocupaba de analizar la realidad en la cual se desplegaban las opciones de las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Advertía él en su carta de marzo de 1822 a su socio, don José Manuel Cea: “Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor”. Había fuerzas externas interesadas en la independencia de estas partes; no para beneficio de ellas, entiéndase, sino con otros fines. De aquí la suspicacia de don Diego hacia la democracia, de la cual dice que “es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República”. Los pueblos, sugería don Diego Portales, eran perfectamente capaces de aprobar mayoritariamente algo que les era inconveniente, o que era inconveniente para el bien de todos.

Desde esta perspectiva se entiende su acrimoniosa caza a la Confederación Perú-Boliviana, en la cual veía la infiltración definitiva de las ideas norteamericanas. Una confederación de esa naturaleza, en el ámbito hispanoamericano, se convertiría necesariamente en instrumento de la dominación del Norte. El que una mayoría la aprobase no era suficiente para hacerla deseable: ni para el Perú, ni para Bolivia, ni para América. Don Diego Portales enfocó todos sus esfuerzos, toda su influencia, toda su capacidad hacia la destrucción de lo que consideraba la mayor amenaza a la libertad de las repúblicas hispanoamericanas. A pesar de todos los esfuerzos de la clase terrateniente chilena, que era partidaria de dejar a los demás pactar su propia ruina; a pesar de la percepción generalizada de que la guerra que asomaba en el horizonte era de interés de comerciantes y de nadie más; a pesar de las conexiones internacionales del mariscal don Andrés de Santa Cruz, Portales empujó a Chile a preparar la lucha que se acercaba.


No obstante, en la víspera del enfrentamiento definitivo, don Diego Portales fue apresado y ejecutado, a manos precisamente del coronel Vidaurre, encargado de protegerlo. En su muerte, la nación vio lo que su vida proclamó, y condenó a sus asesinos un 3 de julio de 1837.