jueves, 14 de agosto de 2014

24 de julio

Don Manuel de Salas, gestor de la Academia de San Luis
Una de las perennes preocupaciones de la humanidad, como ha quedado manifiestamente claro en nuestro país en los últimos años, es la de la educación. Werner Jäger, muy helénicamente, define la educación o paideia como “el principio mediante el cual la comunidad humana conserva y transmite su peculiaridad física y espiritual”. Ahora bien, esta definición, en sí, no aclara por qué querríamos conservar y transmitir esa peculiaridad. Para entender esto, cabe reconocer que nuestro modo de vida ha permitido a muchos ser felices; de otro modo, no lo abrazaríamos como propio ni lo consideraríamos deseable para otros. Aceptar esa costumbre es aceptarla para otros. Por ello, queremos este modo de vivir para nuestros hijos, pues nos interesa que nuestros hijos sean felices. De esta manera, perpetuamos para nuestros hijos el modo de vivir de nuestros padres, con las modificaciones que nos parecen pertinentes según los nuevos tiempos. La educación da las herramientas para que los hombres sean felices.

La misma preocupación se encontraba, ciertamente, entre los fundadores de nuestra república. El 24 de julio de 1796, el rey de España, don Carlos IV, decreta la creación de la Academia de San Luis, recogiendo la solicitud de don Manuel de Salas. No se trata de la primera institución de enseñanza superior en Chile, como algunos han pretendido, puesto que la precedieron la Universidad de Santo Tomás de Aquino (1622) y la Universidad de San Felipe (1747). Pero se inscribe, claramente, en la línea de los esfuerzos locales por desarrollar la educación que no solo se encontraban detrás de la segunda fundación citada –resultado de las gestiones del cabildo santiaguino–, sino también posteriormente de la Universidad de Chile (1842), de la Universidad Católica de Chile (1888), de la Universidad de Concepción (1919), de la Universidad Técnica Federico Santa María (1926) y de la Universidad Católica de Valparaíso (1928), por nombrar solo las instituciones tradicionales. La Academia de San Luis se destaca por haber implementado, por primera vez en estas tierras, disciplinas técnicas como parte de su currículum, siendo sus antecesoras fundamentalmente academias teóricas; en esto, también, se anticipaba a la concepción utilitarista que forjó las universidades enumeradas más arriba.

Sin alcanzar gran éxito en sus primeros años de funcionamiento, la Academia de San Luis fue, junto con la Universidad de San Felipe y el Convictorio Carolino, objeto de uno de los primeros proyectos de la junta de gobierno establecida el 18 de septiembre de 1810, el cual buscaba fusionar estos establecimientos educacionales en un único Instituto Nacional. Aunque las dificultades del gobierno naciente demoraron la empresa, el Instituto fue fundado por decreto el 27 de julio de 1813. Entre sus primeros alumnos, estuvieron don Diego Portales y los futuros presidentes don Manuel Bulnes y don José Joaquín Pérez. Después de los difíciles comienzos, este centro educacional se estableció como uno de los principales del país; entre los institutanos se cuentan más de una docena de gobernantes de la nación y numerosos ministros y hombres públicos que han contribuido generosamente al país.

17 de julio

Don Andrés Bello, uno de los principales polemistas respecto de la censura
Para quienes nacimos en la era de la revolución informática, resulta difícil, muchas veces, entender la importancia que tenían los periódicos en la presentación y discusión de las ideas en otros tiempos. Nos hemos acostumbrado a diarios que reproducen banalmente las informaciones de las grandes agencias de noticias –Reuters y Associated Press, por lo general– sin apenas elaboración ni comentario, y no esperamos encontrar reflexión en ellos si no es en las cartas al director, en las columnas o en los editoriales, y eso con suerte. Mas, antes de Internet, la manera más efectiva de difundir ideas era la fundación de un periódico, y los principales debates de la época pueden ser recogidos mediante el estudio de la prensa escrita.

Por ello, las limitaciones impuestas al contenido publicable por parte de la autoridad –en otras palabras, la censura– constituían una preocupación central tanto del gobierno como de los periodistas. Para el gobierno, era una manera de no solo esconder noticias desfavorables, sino también impedir la difusión de doctrinas ácratas que podían colaborar en la desestabilización del país; para los periodistas, por su parte, significaba una obligación adicional de no ofender al poder cuando intentaban mostrar sus abusos, so riesgo de ver clausurada su publicación. La cuestión, por supuesto, no se limitaba a la realidad chilena, siendo lo suficientemente compleja como para ameritar una reflexión del papa Gregorio XVI en Mirari vos: “Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra”.

Siguiendo en parte esta línea, la Ley de Imprenta de 1846 estableció límites al periodismo chileno, “sancionando las publicaciones que contuvieran información inmoral, sediciosa o injuriosa”. La influencia de la Iglesia en este aspecto –que tenía la capacidad de designar a los censores– fue combatida por, entre otros, el mismo don Andrés Bello, quien arguyó que era más importante instruir al pueblo en el discernimiento de sus lecturas que no prohibírselas. Aunque sus esfuerzos consiguieron el establecimiento de juntas de censura laicas, la nueva ley reforzó la supervisión gubernamental en este aspecto. El 17 de julio de 1872, no obstante, se aprobó una nueva Ley de Imprenta, que consagró la libertad de publicación intentada por la Constitución de 1828. El resultado, como suele ocurrir, no coincidió con los ideales esperados por los legisladores que impulsaron esta iniciativa. El periodismo ocuparía un lugar prioritario en el debate político, ciertamente, pero en formas diversas que van desde el mínimo comentario que encontramos en los diarios de hoy hasta la aguda crítica de Topaze.