jueves, 14 de agosto de 2014

17 de julio

Don Andrés Bello, uno de los principales polemistas respecto de la censura
Para quienes nacimos en la era de la revolución informática, resulta difícil, muchas veces, entender la importancia que tenían los periódicos en la presentación y discusión de las ideas en otros tiempos. Nos hemos acostumbrado a diarios que reproducen banalmente las informaciones de las grandes agencias de noticias –Reuters y Associated Press, por lo general– sin apenas elaboración ni comentario, y no esperamos encontrar reflexión en ellos si no es en las cartas al director, en las columnas o en los editoriales, y eso con suerte. Mas, antes de Internet, la manera más efectiva de difundir ideas era la fundación de un periódico, y los principales debates de la época pueden ser recogidos mediante el estudio de la prensa escrita.

Por ello, las limitaciones impuestas al contenido publicable por parte de la autoridad –en otras palabras, la censura– constituían una preocupación central tanto del gobierno como de los periodistas. Para el gobierno, era una manera de no solo esconder noticias desfavorables, sino también impedir la difusión de doctrinas ácratas que podían colaborar en la desestabilización del país; para los periodistas, por su parte, significaba una obligación adicional de no ofender al poder cuando intentaban mostrar sus abusos, so riesgo de ver clausurada su publicación. La cuestión, por supuesto, no se limitaba a la realidad chilena, siendo lo suficientemente compleja como para ameritar una reflexión del papa Gregorio XVI en Mirari vos: “Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra”.

Siguiendo en parte esta línea, la Ley de Imprenta de 1846 estableció límites al periodismo chileno, “sancionando las publicaciones que contuvieran información inmoral, sediciosa o injuriosa”. La influencia de la Iglesia en este aspecto –que tenía la capacidad de designar a los censores– fue combatida por, entre otros, el mismo don Andrés Bello, quien arguyó que era más importante instruir al pueblo en el discernimiento de sus lecturas que no prohibírselas. Aunque sus esfuerzos consiguieron el establecimiento de juntas de censura laicas, la nueva ley reforzó la supervisión gubernamental en este aspecto. El 17 de julio de 1872, no obstante, se aprobó una nueva Ley de Imprenta, que consagró la libertad de publicación intentada por la Constitución de 1828. El resultado, como suele ocurrir, no coincidió con los ideales esperados por los legisladores que impulsaron esta iniciativa. El periodismo ocuparía un lugar prioritario en el debate político, ciertamente, pero en formas diversas que van desde el mínimo comentario que encontramos en los diarios de hoy hasta la aguda crítica de Topaze.

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