jueves, 11 de septiembre de 2014

14 de agosto

Don Eusebio Lillo, miembro de la Sociedad de la Igualdad
La Sociedad de la Igualdad suele ser recordada en la historia chilena, si se la recuerda aún, como poco más que una anecdótica tertulia intelectual adelantada a su tiempo. En efecto, al reunir a individuos tan disímiles como Francisco Bilbao, Santiago Arcos, Eusebio Lillo, Manuel Recabarren y José Zapiola, resultaría difícil encontrar en ella un elemento unificador, más allá de su progresismo. Quizás el que dictó el tono del grupo fue Bilbao, uno de los propulsores de la idea de la unidad hispanoamericana en obras como La América en peligro y El evangelio americano. Si hubiera que adscribirles una posición común, correspondería decir que los miembros de la Sociedad de la Igualdad enfrentaron el modelo portaliano de gobierno y promulgaron las ideas ilustradas tanto cuanto les fue posible, simpatizando con la revolución burguesa de Luis Felipe de Orleans. La persecución de estos ideales, sin embargo, se planteó fundamentalmente en el ámbito de la discusión intelectual, más que en la disputa política de la época.

No faltaron, sin embargo, momentos en los cuales el modelo portaliano pareció cercano al fracaso. Uno de los más importantes fue la designación de don Manuel Montt como candidato oficialista a la presidencia; en otras palabras, como sucesor designado del entonces presidente don Manuel Bulnes. Ahora bien, Bulnes, como su tío y predecesor don Joaquín Prieto, tenía la doble ventaja de ser un hombre militar y un héroe de guerra; Montt, en cambio, era un civil de carácter reconocidamente difícil e ideas firmes, que no le bienquistaron con los grupos más liberales de Santiago ni con las elites regionales de La Serena y Concepción. Cuando, en 1851, el coronel Pedro Urriola se alzó contra Montt, don Eusebio Lillo, nacido el 14 de agosto de 1826, se unió al motín. Su participación le acarreó la condena a muerte; sin embargo, el hombre era un poeta, y había escrito, a sus precoces 21 años, aquellas famosas palabras: “Puro Chile es tu cielo azulado...” Como autor de la letra que acompañó a la música de don Ramón Carnicer, se le permitió el exilio en conmutación de la pena de muerte.


La Sociedad, establecida el 14 de abril de 1850, no alcanzó a cumplir un año antes de ser cerrada por orden del gobierno. Sus miembros, tras el intento de golpe de Urriola, se dispersaron. Bilbao alcanzó cierto éxito como conferencista en Europa antes de establecerse definitivamente en la Argentina, donde murió a temprana edad. Lillo continuó en el ámbito público, especialmente tras la llegada al gobierno del partido Liberal. Recibió diversas comisiones de don Aníbal Pinto, antiguo amigo suyo, y de sus sucesores, pero en general rehuyó la actividad política. Prefirió la intimidad de su casa en el barrio Yungay, a la que se retiró una vez calmadas las réplicas de la trágica Guerra Civil de 1891 y en la cual murió el 15 de julio de 1910. Aunque solicitó que se le enterrara discretamente, su funeral fue un evento de magnitud nacional, según describe don Fidel Araneda Bravo.

7 de agosto

Retrato de don Manuel Blanco Encalada, comandante de la primera Expedición Restauradora del Perú
Un episodio desafortunadamente ignorado en la actualidad en la enseñanza de la historia chilena es el de la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana entre 1836 y 1839. Resulta especialmente desafortunada para los porteños, puesto que resulta complejo, por no decir imposible, entender el lugar principal que ocupa el puerto en el comercio del Pacífico sur durante el siglo XIX sin considerar las consecuencias que esta guerra tuvo tanto para Valparaíso como para El Callao. Las razones de tal omisión no son difíciles de entender: más allá de la noble justificación dada por los mismos chilenos en ese momento, es difícil explicar esta acción bélica como algo distinto de una disputa entre comerciantes de uno y otro puerto.

Sin embargo, cuando se trata de razones de comerciantes, don Diego Portales suele carecer de pelos en la lengua; por el contrario, al referirse a la unión de Bolivia y Perú decretada por el mariscal don Andrés de Santa Cruz, el organizador de la nación declara en carta al almirante don Manuel Blanco Encalada: “la Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América. Por su extensión geográfica; por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas del Perú y Bolivia; apenas explotada ahora; por el dominio que la nueva organización trataría de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; por el mayor número también de gente ilustrada de raza blanca, muy vinculadas al influjo de España que se encuentran en Lima; por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si bien de menos carácter que los chilenos; por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco. Cree el Gobierno, y éste es un juicio también personal mío, que Chile sería una dependencia de la Confederación como lo es hoy el Perú, o bien la repulsa a la obra ideada con tanta inteligencia por Santa Cruz, debe ser absoluta”. No se trata de una superioridad meramente comercial, ni de las oportunidades que tendría de imponerse a la sociedad chilena. Se trata de la posibilidad de una completa dependencia de una nación económicamente débil frente a otra más capacitada y mejor poblada.


El primer esfuerzo, movido por el asesinato del ministro Portales tras el motín de Vidaurre, demostró ser infructuoso, en gran medida por las dudas del almirante Blanco respecto de sus objetivos. Un segundo esfuerzo fue liderado por el general don Manuel Bulnes, comandante del Ejército de la Frontera, con el fin de acabar con la amenaza que constituía para el país el proyecto del mariscal don Andrés de Santa Cruz de restablecer el Perú como parte de Bolivia. La Expedición Restauradora del Perú desembarcó en Ancón el 7 de agosto de 1838, buscando defender la independencia de Chile y del Perú frente a las ideas del mariscal Santa Cruz. La lucha contra el dominio boliviano tuvo su momento definitorio en Yungay, batalla que se convirtió en ícono de la identidad chilena, como muestran el Himno de Yungay y la celebración del Día del Roto Chileno los 20 de enero.

31 de julio

Plano de la villa de Santa Rosa de los Andes
Aunque la leyenda negra sobre la presencia española en América se regocija en presentar a quienes pasaron a este continente como vagos iletrados y viciosos, solamente interesados en la rápida adquisición de fortuna y reconocimiento social, el hecho es que la Corona española estableció condiciones estrictas que debían ser cumplidas por quienes querían venir a estas partes. En orden a hacer el viaje, los potenciales emigrantes debían presentarse ante la Casa de Contratación y solicitar una licencia. Quedaban excluidos por principio moros y cristianos nuevos (judíos conversos), al igual que los culpables de herejía y sus descendientes próximos. En cambio, debido al carácter plurinacional de la monarquía española, en diversos momentos se permitió el paso de súbditos no españoles hacia América, política autorizada ya en 1526 por el emperador don Carlos V (I de España) y aplicada intermitentemente según las necesidades demográficas de la Península.

Uno de los beneficiarios de esta política fue don Ambrosio O’Higgins, irlandés de nacimiento. Establecido en Cádiz en 1751, pasó a América por primera vez en 1756 y, tras desafortunados intentos en varios oficios, se alistó en el Ejército de la Frontera para luchar contra los mapuches. Alcanzó el grado de teniente coronel y fue brevemente intendente de Concepción, antes de ser nombrado gobernador del Reino de Chile en 1788. Su gestión buscó implementar las directrices de los Borbones españoles, que pretendieron ordenar la administración de su imperio americano mediante un modelo centralizado, tomado de la burocracia estatal francesa. Dentro de este plan, un lugar central lo ocupaba la fundación de ciudades, dado que la población urbana era más fácil de fiscalizar que la rural. Por ello, mientras los siglos XVI y XVII habían visto prosperar solamente La Serena, Valparaíso, Santiago, Chillán y Concepción (los asentamientos fundados por Valdivia al sur del Bío-Bío fueron destruidos en el gran alzamiento indígena de 1598), el siglo XVIII vio nacer numerosas ciudades y pueblos nuevos, partiendo por Quillota en 1717.


Como parte de este proceso, ya impulsado por los gobernadores don José Manso de Velasco y don Domingo Ortiz de Rozas, O’Higgins fundó la villa de Santa Rosa de los Andes el 31 de julio de 1791, que rápidamente se estableció como punto de tránsito para los viajeros provenientes de Buenos Aires. Ya existía entonces en el lugar un convento franciscano, al alero del cual se había desarrollado el pueblo de Curimón y cuya patrona, Santa Rosa de Viterbo, dio el nombre al nuevo poblado. La zona era conocida, desde la llegada de don Diego de Almagro, por la buena calidad de sus suelos, y había albergado un desarrollo agrícola y ganadero de cierta importancia. El carácter campesino de la ciudad le ha significado un puesto de honor entre las tradiciones huasas del Chile central, en particular la ubicación de la reyerta en que famosamente participó Eduardo “el Guatón” Loyola, aun cuando la historiografía (el profesor Cristián Gazmuri le dedica un breve capítulo en su Historia de Chile) ha determinado que el hecho más probablemente ocurrió en Parral.

jueves, 14 de agosto de 2014

24 de julio

Don Manuel de Salas, gestor de la Academia de San Luis
Una de las perennes preocupaciones de la humanidad, como ha quedado manifiestamente claro en nuestro país en los últimos años, es la de la educación. Werner Jäger, muy helénicamente, define la educación o paideia como “el principio mediante el cual la comunidad humana conserva y transmite su peculiaridad física y espiritual”. Ahora bien, esta definición, en sí, no aclara por qué querríamos conservar y transmitir esa peculiaridad. Para entender esto, cabe reconocer que nuestro modo de vida ha permitido a muchos ser felices; de otro modo, no lo abrazaríamos como propio ni lo consideraríamos deseable para otros. Aceptar esa costumbre es aceptarla para otros. Por ello, queremos este modo de vivir para nuestros hijos, pues nos interesa que nuestros hijos sean felices. De esta manera, perpetuamos para nuestros hijos el modo de vivir de nuestros padres, con las modificaciones que nos parecen pertinentes según los nuevos tiempos. La educación da las herramientas para que los hombres sean felices.

La misma preocupación se encontraba, ciertamente, entre los fundadores de nuestra república. El 24 de julio de 1796, el rey de España, don Carlos IV, decreta la creación de la Academia de San Luis, recogiendo la solicitud de don Manuel de Salas. No se trata de la primera institución de enseñanza superior en Chile, como algunos han pretendido, puesto que la precedieron la Universidad de Santo Tomás de Aquino (1622) y la Universidad de San Felipe (1747). Pero se inscribe, claramente, en la línea de los esfuerzos locales por desarrollar la educación que no solo se encontraban detrás de la segunda fundación citada –resultado de las gestiones del cabildo santiaguino–, sino también posteriormente de la Universidad de Chile (1842), de la Universidad Católica de Chile (1888), de la Universidad de Concepción (1919), de la Universidad Técnica Federico Santa María (1926) y de la Universidad Católica de Valparaíso (1928), por nombrar solo las instituciones tradicionales. La Academia de San Luis se destaca por haber implementado, por primera vez en estas tierras, disciplinas técnicas como parte de su currículum, siendo sus antecesoras fundamentalmente academias teóricas; en esto, también, se anticipaba a la concepción utilitarista que forjó las universidades enumeradas más arriba.

Sin alcanzar gran éxito en sus primeros años de funcionamiento, la Academia de San Luis fue, junto con la Universidad de San Felipe y el Convictorio Carolino, objeto de uno de los primeros proyectos de la junta de gobierno establecida el 18 de septiembre de 1810, el cual buscaba fusionar estos establecimientos educacionales en un único Instituto Nacional. Aunque las dificultades del gobierno naciente demoraron la empresa, el Instituto fue fundado por decreto el 27 de julio de 1813. Entre sus primeros alumnos, estuvieron don Diego Portales y los futuros presidentes don Manuel Bulnes y don José Joaquín Pérez. Después de los difíciles comienzos, este centro educacional se estableció como uno de los principales del país; entre los institutanos se cuentan más de una docena de gobernantes de la nación y numerosos ministros y hombres públicos que han contribuido generosamente al país.

17 de julio

Don Andrés Bello, uno de los principales polemistas respecto de la censura
Para quienes nacimos en la era de la revolución informática, resulta difícil, muchas veces, entender la importancia que tenían los periódicos en la presentación y discusión de las ideas en otros tiempos. Nos hemos acostumbrado a diarios que reproducen banalmente las informaciones de las grandes agencias de noticias –Reuters y Associated Press, por lo general– sin apenas elaboración ni comentario, y no esperamos encontrar reflexión en ellos si no es en las cartas al director, en las columnas o en los editoriales, y eso con suerte. Mas, antes de Internet, la manera más efectiva de difundir ideas era la fundación de un periódico, y los principales debates de la época pueden ser recogidos mediante el estudio de la prensa escrita.

Por ello, las limitaciones impuestas al contenido publicable por parte de la autoridad –en otras palabras, la censura– constituían una preocupación central tanto del gobierno como de los periodistas. Para el gobierno, era una manera de no solo esconder noticias desfavorables, sino también impedir la difusión de doctrinas ácratas que podían colaborar en la desestabilización del país; para los periodistas, por su parte, significaba una obligación adicional de no ofender al poder cuando intentaban mostrar sus abusos, so riesgo de ver clausurada su publicación. La cuestión, por supuesto, no se limitaba a la realidad chilena, siendo lo suficientemente compleja como para ameritar una reflexión del papa Gregorio XVI en Mirari vos: “Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra”.

Siguiendo en parte esta línea, la Ley de Imprenta de 1846 estableció límites al periodismo chileno, “sancionando las publicaciones que contuvieran información inmoral, sediciosa o injuriosa”. La influencia de la Iglesia en este aspecto –que tenía la capacidad de designar a los censores– fue combatida por, entre otros, el mismo don Andrés Bello, quien arguyó que era más importante instruir al pueblo en el discernimiento de sus lecturas que no prohibírselas. Aunque sus esfuerzos consiguieron el establecimiento de juntas de censura laicas, la nueva ley reforzó la supervisión gubernamental en este aspecto. El 17 de julio de 1872, no obstante, se aprobó una nueva Ley de Imprenta, que consagró la libertad de publicación intentada por la Constitución de 1828. El resultado, como suele ocurrir, no coincidió con los ideales esperados por los legisladores que impulsaron esta iniciativa. El periodismo ocuparía un lugar prioritario en el debate político, ciertamente, pero en formas diversas que van desde el mínimo comentario que encontramos en los diarios de hoy hasta la aguda crítica de Topaze.

viernes, 11 de julio de 2014

10 de julio

Retrato del capitán Ignacio Carrera Pinto


– ¡Ríndase, hijito! ¡No tiene para qué morir!
– ¡Los chilenos no se rinden jamás!

Las palabras del subteniente Luis Cruz en los instantes finales de la Batalla de La Concepción –el 9 y 10 de julio de 1883–, según recoge el informe del coronel Del Canto, ciertamente resumen el espíritu de los 77 jóvenes soldados que lucharon hasta la muerte antes que entregarse en manos de las milicias peruanas. Cabe recordar que la fase final de la Guerra del Pacífico (1879-1884) no se caracterizó por épicos enfrentamientos como el del Campo de la Alianza ni extraordinarias gestas como la Toma del Morro de Arica; una vez capturada Lima, la capital peruana, lo que siguió fue una desgastante guerra de guerrillas en la que al Ejército chileno le cupo cumplir el ingrato papel de fuerza de ocupación, dispersándose a través de la compleja geografía de la Sierra peruana, capturando informantes y persiguiendo a un brillante táctico que rápidamente ganó aires de mito: el general Andrés Avelino Cáceres. El “Brujo de los Andes”, como se le llamó, supo utilizar las ventajas del terreno, de la colaboración indígena y de la incertidumbre de las fuerzas chilenas para vencer a estas una y otra vez, a pesar de las diferencias numéricas y de armamento. En nuestro país, mientras tanto, la guerra se consideraba ya terminada, y la verdadera magnitud de la resistencia dirigida por el general Cáceres era ya desconocida, ya simplemente acallada. Los ánimos empujaban a una negociación rápida para entregar el Perú al primer grupo de la aristocracia limeña que estuviera dispuesto a hacerse cargo de la difícil situación y repatriar a las tropas que allá permanecían.

En este contexto, el heroísmo demostrado por los jóvenes de La Concepción adquiere aún más realce. Su comandante, el capitán Ignacio Carrera Pinto –nieto del líder de la Independencia–, cuando le fue ofrecida la opción de rendirse por el jefe peruano, se negó terminantemente. Defendiendo una aldea de importancia secundaria y casi nulo valor estratégico, enfrentados a un enemigo extraordinariamente superior en número y con apenas 100 tiros por soldado para defenderse, sostuvieron combate durante veinte horas, hasta la caída del último de ellos. De algún modo, en una época de indolencia y desencanto, supieron dar lo mejor de ellos en bien de la patria; estaba allí el recuerdo de la Esmeralda, como observó el almirante Lynch en su propio informe. El capitán Carrera y sus hombres, así, se convirtieron en modelos de la juventud chilena, destacados especialmente por Jorge Inostrosa en su Adiós al Séptimo de Línea.


Este día, de enorme significado en la historia patria, fue establecido como Día Nacional de la Juventud en 1975. En 2007, se determinó reemplazarlo por una fecha convencionalmente establecida por la Organización de las Naciones Unidas, el 12 de agosto, “con lo cual nos ponemos a tono con la comunidad internacional”, según dijo la entonces Presidente. El capitán Carrera ha mantenido su lugar en el billete de mil pesos, aunque al precio de perder el quepis.

jueves, 3 de julio de 2014

3 de julio

Fusilamiento de Portales según P. Subercaseaux
La figura de don Diego Portales se cuenta entre las más discutidas de nuestra historia nacional. Su influencia es incuestionable; su legado, monumental; mas su valoración está sometida inevitablemente a las diversas concepciones existentes respecto de la importancia del orden para la sociedad política. ¿Restaurador de la república? ¿Príncipe de los privilegiados? La posibilidad de encontrar una respuesta para todos aceptable parece hundirse en los miasmas de la discusión historiográfica.

Sin embargo, en la medida en que los hechos pueden ser establecidos, solo cabe reconocer cuán extraordinaria fue su visión en el marco de las disputas pusilánimes que siguieron a la independencia de Chile. Mientras algunos buscaban imitar los modelos republicanos de otras naciones fundamentalmente diferentes a Chile y otros pretendían perpetuar la injerencia que la destreza militar les había otorgado en muy otras circunstancias, Portales se ocupaba de analizar la realidad en la cual se desplegaban las opciones de las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Advertía él en su carta de marzo de 1822 a su socio, don José Manuel Cea: “Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor”. Había fuerzas externas interesadas en la independencia de estas partes; no para beneficio de ellas, entiéndase, sino con otros fines. De aquí la suspicacia de don Diego hacia la democracia, de la cual dice que “es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República”. Los pueblos, sugería don Diego Portales, eran perfectamente capaces de aprobar mayoritariamente algo que les era inconveniente, o que era inconveniente para el bien de todos.

Desde esta perspectiva se entiende su acrimoniosa caza a la Confederación Perú-Boliviana, en la cual veía la infiltración definitiva de las ideas norteamericanas. Una confederación de esa naturaleza, en el ámbito hispanoamericano, se convertiría necesariamente en instrumento de la dominación del Norte. El que una mayoría la aprobase no era suficiente para hacerla deseable: ni para el Perú, ni para Bolivia, ni para América. Don Diego Portales enfocó todos sus esfuerzos, toda su influencia, toda su capacidad hacia la destrucción de lo que consideraba la mayor amenaza a la libertad de las repúblicas hispanoamericanas. A pesar de todos los esfuerzos de la clase terrateniente chilena, que era partidaria de dejar a los demás pactar su propia ruina; a pesar de la percepción generalizada de que la guerra que asomaba en el horizonte era de interés de comerciantes y de nadie más; a pesar de las conexiones internacionales del mariscal don Andrés de Santa Cruz, Portales empujó a Chile a preparar la lucha que se acercaba.


No obstante, en la víspera del enfrentamiento definitivo, don Diego Portales fue apresado y ejecutado, a manos precisamente del coronel Vidaurre, encargado de protegerlo. En su muerte, la nación vio lo que su vida proclamó, y condenó a sus asesinos un 3 de julio de 1837.